viernes, 27 de enero de 2012

LA EDUCACIÓN DE LA VIEJA ESCUELA (CARLOS H. GÜTTNER)

En 1.884 el gobierno de Julio Argentino Roca sancionó la Ley 1.420 de Educación, cuyo contenido progresista se basaba en los pilares de universalidad, gratuidad, obligatoriedad y laicismo. Dicha norma permitió organizar un sistema educativo que colocó a la Argentina a la vanguardia de las naciones más civilizadas e instruidas del mundo, erradicando el analfabetismo y formando ciudadanos con la media intelectual más elevada de toda América.
La Vieja Escuela, como usualmente se la denominaba, le dio al país en pocos años el fruto más preciado que toda sociedad anhela para forjar un destino de Nación: Educación.
No solo el nivel de formación de los educadores, cuyas aptitudes y conocimientos estaban a prueba de toda consideración, sino la logística e infraestructura con que se encaró el proceso, nos llevan a la conclusión que se trató de una verdadera Política de Estado que se sostuvo durante décadas con logros por demás significativos.
Hurgando entre archivos documentales de la época, en mi afán de investigar una temática histórica ajena a la que ocupa estas líneas, encontré en la Biblioteca Nacional de Maestros una excelente publicación destinada al cuerpo docente del país por ese entonces: el Monitor de la Educación Común.
Auspiciada por el Consejo Nacional de Educación, órgano encargado de la materia a nivel gubernamental en aquellos años, la revista servía como guía instructiva y de novedades pedagógicas para todos los docentes del país.
Me llamó la atención un artículo en particular, del cual tomé nota y extraje copias por su contenido revelador.
Cuántas veces se me habrá repetido durante mis épocas de educando aquella sabia sentencia de que un buen alumno “no debe estudiar de memoria”… y cuántas veces habré escuchado que esa típica modalidad generalizada formaba parte del manual de técnicas didácticas de los viejos maestros y de la vieja escuela, casi con desdén.
Sabido es, y así me lo enseñó mi propia experiencia como docente años más tarde, que inicialmente y a efectos de dinamizar y potenciar el ejercicio de la memoria, esa vieja técnica no es reprobable cuando uno instruye a los niños en los primeros pasos del aprendizaje.
Y que, al fin y al cabo, como toda técnica, cumple un ciclo y debe ser sustituida por otra que la continúa y permite el incremento del conocimiento reflexivo.
Así lo entendí siempre, y así me lo enseñaron aquellos viejos e insignes maestros que iluminaron mi camino de instrucción en el campo, en el pueblo, en la ciudad, en la primaria, en la secundaria, en el terciario y en la universidad; que gracias a esta bendita Argentina pude cursar en forma gratuita por todos los puntos de la geografía nacional donde me tocó residir hasta convertirme en un profesional.
Retomando la cuestión que ocupa mi relato, la edición del 15 de Julio de 1.889  del Monitor de la Educación Común me proporcionó un notable artículo que derrumbó aquellas vulgares expresiones sin fundamento, devenidas en lugar común de la creencia errónea con que muchos fustigaban ese viejo sistema educativo de la Ley 1.420.
Una Introducción comenzaba diciendo, textualmente:

“La primera condición que se requiere para enseñar con provecho la composición, es que el maestro conozca perfectamente la materia que va a enseñar; es decir, que sepa componer con bastante facilidad y elegancia.
El maestro que no sepa escribir bien, no podrá enseñar a escribir bien: eso es tan obvio que se cae de su peso. Pero por escribir bien no debe solamente entenderse escribir con ortografía, llenando todas las reglas gramaticales: hay muchos gramáticos consumados que escriben detestablemente.
Por escribir bien debe entenderse dar a las frases cierto giro que las haga armoniosas, saber presentar los pensamientos con suficiente claridad y precisión, y saber encontrar en cada caso las ideas que más convengan al asunto que se trata.
La primera vez que tuvimos la idea de escribir este libro, fue asistiendo al examen de una escuela. Su maestro, hombre bastante inteligente e instruido en otras materias, habría pretendido dar a los niños lecciones de composición. La mesa examinadora propuso a los discípulos varios temas, entre los que se encontraba la descripción de un caballo, una mujer, etc. Las descripciones presentadas por la mayor parte de los niños, resultaron originalísimas. El caballo era un vertebrado, de la familia de los solípedos, que medía tantos pies de alto, etc. La mujer era un bípedo, de tantos pies de alto y tantas pulgadas de ancho y qué sé yo qué más, cuya lectura despertó la hilaridad de la mesa examinadora y de las personas presentes. ¿No se ve claramente que el maestro debiera haber enseñado a sus discípulos que cuando se habla del caballo hay algo más interesante que decir su clasificación en el orden zoológico? ¿Que es más interesante para la generalidad saber que el caballo es un animal útil al hombre bajo mil conceptos; y que si tiene alguna imaginación podía haber mostrado la belleza del caballo galopando; la cabeza levantada y las crines ondulantes esparcidas al viento, etc.? ¿No debía haberles enseñado que al hablar de la mujer deben evitarse ciertas impropiedades, y que el ser más bello de la Creación debe y tiene que despertar en el hombre otras ideas más elevadas y dignas que las de su clasificación y extensión?
Todo esto debiera haberles enseñado el maestro que tuviera criterio propio. Para tener este criterio no basta el conocimiento perfecto de las reglas gramaticales, ni saber escribir sin falta de ortografía: es necesario estar dotado de un buen sentido y haber adquirido cierto gusto literario, lo que solo se consigue con el estudio y la lectura constante de los buenos autores.
No quiere decir esto que pretendamos que el maestro sea un literato. ¡Lejos de eso! No hay nada que revele más mal gusto que ese estilo ampuloso que adoptan a menudo nuestros maestros en sus escritos.
Entre nuestros maestros todavía hay muchos que creen que con echarse para atrás, ahuecar la voz y hablar recio, se tapa la falta de ideas y de conocimientos en la materia que se trata. Creemos, por el contrario, que el maestro debe esforzarse en hacer que los niños adquieran un estilo sencillo, diciendo con naturalidad lo que quieren decir, sin pretender producir grandes efectos, tratando solo de encontrar la idea propia del objeto y la palabra propia de la idea.
Esa tarea no es fácil, lo reconocemos. El hombre es naturalmente inclinado a la exageración (…) La misión del maestro consistirá en contenerlos en el verdadero límite, para lo que se necesita alguna práctica en el arte de escribir y no poca dosis de buen sentido. Una buena regla para obtener ese deseado término medio sería buscar la elevación en las ideas, sencillez y naturalidad en la palabra (…) a medida que los niños adelanten en sus ejercicios de composición deberán ir aumentando paralelamente su caudal de ideas y conocimientos. Para esto es necesario que el maestro se esfuerce en hacer que los niños lean buenos libros y tomen gusto por la lectura. Una vez que se haya conseguido que un niño tome gusto por la lectura, ésta tiene por sí misma bastante atractivo para hacer innecesario cualquier otro estímulo.

Hasta aquí el primer párrafo de aquel bicentenario artículo, con un subrayado personal que agrego a efectos de poner énfasis en los conceptos fundamentales que nos permiten desarmar ciertas zonceras con que nos han intoxicado para denostar aquel viejo sistema que tan altos resultados nos diera como sociedad culta durante más de cien años: la sabiduría del maestro, producto de su sólida formación en los institutos públicos; el gusto literario emanado de la abundante lectura de obras clásicas y autores conspicuos, que permitía la expresión elegante y adecuada, y que fomentaba la lucidez en la explicación; la búsqueda del equilibrio entre la excelencia y la sencillez expresiva, descartando las profusas manifestaciones o las groserías; el conocimiento general de todas las ramas del saber, lejos de esa nefasta especificidad que se propugna hoy en día haciendo que los docentes opten por dar una determinada disciplina científica como materia y se nieguen a otras por simple tendencia subjetiva, institucionalizada ya como práctica.
Recuerdo una anécdota por demás ilustrativa en este sentido: tenía yo 23 años y era por entonces un joven y “apichonado” maestro provinciano recién llegado a Buenos Aires, absorto e impresionado por la dinámica abrumadora de la gran urbe.
En un acto público para la toma de cargos docentes, presidida por el recio supervisor del Distrito Escolar donde me postulaba, don Luis María Flores, éste pronunció mi nombre a secas y con aire marcial me tomó los datos y me expuso las condiciones, tendiéndome la hoja con la designación en un cargo para que la firmara.
Raudo y decidido, le pregunté si no había otro grado de nivel superior donde pudiera dar clases de Historia y Literatura, que eran mis materias favoritas y donde más cómodo me sentiría.
Me respondió con una mirada oblicua y el entrecejo fruncido, preguntándome:
-¿Usted es maestro recibido? , a lo cual agregué sin vacilar:
- Sí, señor.
- Entonces firme la hoja y cumpla con su deber que para eso se formó en todas las ramas, los niños necesitan saber todas las materias, no las que a usted le gustan.
Por un tiempo largo, admito, guardé cierto encono para con ese viejo maestro que había llegado a supervisor de Distrito.
Pero después comprendí cuánta razón tenía, al contemplar la avidez de los alumnos por aprender aquellas materias que menos me agradaban y la mala predisposición de algunos colegas míos por enseñarlas, relegando a esos niños a un aprendizaje deficiente amén de la frustrante experiencia del trato descortés.
Desde entonces, valoré la formación integral y compacta que el viejo sistema impartía entre sus docentes para que un maestro fuera un verdadero cuadro intelectual en todas las disciplinas del saber, a fin de favorecer el aprendizaje y la instrucción elevada de los niños que en el futuro llegarían a convertirse en los ciudadanos más educados y cultos de América y del mundo.
Cierro esta primera parte advirtiendo al lector sobre una circunstancia peligrosa en estos tiempos que corren: el aislamiento nocivo, y sin control de los adultos, que produce la computadora en los niños, a través de los entretenimientos con juegos violentos o la navegación en la red de Internet.
Alejados de la lectura y de la orientación reflexiva que incentivaba la imaginación y creatividad, en plena era de los adelantos tecnológicos resulta paradójica la promoción del individualismo, la atrofia intelectual y expresiva producto de ese “ensimismarse” frente a una máquina, y la violencia e ignorancia con que la mayor parte de las generaciones se forma en la actualidad.
Como para tener presente aquellos viejos preceptos de la Ley 1.420., que tanto bien le hiciera a nuestro país.
Hasta la próxima nota.-

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