En 1.884 el gobierno de Julio Argentino Roca sancionó la Ley 1.420 de
Educación, cuyo contenido progresista se basaba en los pilares de universalidad,
gratuidad, obligatoriedad y laicismo. Dicha norma permitió organizar un sistema
educativo que colocó a la Argentina a la vanguardia de las naciones más
civilizadas e instruidas del mundo, erradicando el analfabetismo y formando
ciudadanos con la media intelectual más elevada de toda América.
La Vieja Escuela, como
usualmente se la denominaba, le dio al país en pocos años el fruto más preciado
que toda sociedad anhela para forjar un destino de Nación:
Educación.
No solo el nivel de formación de los educadores, cuyas aptitudes y
conocimientos estaban a prueba de toda consideración, sino la logística e
infraestructura con que se encaró el proceso, nos llevan a la conclusión que se
trató de una verdadera Política de Estado que se
sostuvo durante décadas con logros por demás significativos.
Hurgando entre archivos documentales de la época, en mi afán de investigar
una temática histórica ajena a la que ocupa estas líneas, encontré en la
Biblioteca
Nacional de Maestros una excelente
publicación destinada al cuerpo docente del país por ese entonces: el
Monitor de la Educación Común.
Auspiciada por el Consejo Nacional de Educación,
órgano encargado de la materia a nivel gubernamental en aquellos años, la
revista servía como guía instructiva y de novedades pedagógicas para todos los
docentes del país.
Me llamó la atención un artículo en particular, del cual tomé nota y extraje
copias por su contenido revelador.
Cuántas veces se me habrá repetido durante mis épocas de educando aquella
sabia sentencia de que un buen alumno “no debe estudiar de memoria”… y
cuántas veces habré escuchado que esa típica modalidad generalizada formaba
parte del manual de técnicas didácticas de los viejos maestros y de la vieja
escuela, casi con desdén.
Sabido es, y así me lo enseñó mi propia experiencia como docente años más
tarde, que inicialmente y a efectos de dinamizar y potenciar el ejercicio de la
memoria, esa vieja técnica no es reprobable cuando uno instruye a los niños en
los primeros pasos del aprendizaje.
Y que, al fin y al cabo, como toda técnica, cumple un ciclo y debe ser
sustituida por otra que la continúa y permite el incremento del conocimiento
reflexivo.
Así lo entendí siempre, y así me lo enseñaron aquellos viejos e insignes
maestros que iluminaron mi camino de instrucción en el campo, en el pueblo, en
la ciudad, en la primaria, en la secundaria, en el terciario y en la
universidad; que gracias a esta bendita Argentina pude cursar en forma gratuita
por todos los puntos de la geografía nacional donde me tocó residir hasta
convertirme en un profesional.
Retomando la cuestión que ocupa mi relato, la edición del 15 de
Julio de 1.889 del Monitor de la Educación Común me proporcionó
un notable artículo que derrumbó aquellas vulgares expresiones sin fundamento,
devenidas en lugar común de la creencia errónea con que muchos fustigaban ese
viejo sistema educativo de la Ley 1.420.
Una Introducción comenzaba diciendo,
textualmente:
“La primera condición que se requiere para enseñar con provecho la
composición, es que el maestro conozca perfectamente la materia que va a
enseñar; es decir, que sepa componer con bastante facilidad y
elegancia.
El maestro que no sepa escribir bien, no podrá enseñar a escribir bien:
eso es tan obvio que se cae de su peso. Pero por escribir bien no debe solamente
entenderse escribir con ortografía, llenando todas las reglas gramaticales: hay
muchos gramáticos consumados que escriben detestablemente.
Por escribir bien debe entenderse dar a las frases cierto giro que las
haga armoniosas, saber presentar los pensamientos con suficiente claridad y
precisión, y saber encontrar en cada caso las ideas que más convengan al asunto
que se trata.
La primera vez que tuvimos la idea de escribir este libro, fue asistiendo
al examen de una escuela. Su maestro, hombre bastante inteligente e instruido en
otras materias, habría pretendido dar a los niños lecciones de composición. La
mesa examinadora propuso a los discípulos varios temas, entre los que se
encontraba la descripción de un caballo, una mujer, etc. Las descripciones
presentadas por la mayor parte de los niños, resultaron originalísimas. El
caballo era un vertebrado, de la familia de los solípedos, que medía tantos pies
de alto, etc. La mujer era un bípedo, de tantos pies de alto y tantas pulgadas
de ancho y qué sé yo qué más, cuya lectura despertó la hilaridad de la mesa
examinadora y de las personas presentes. ¿No se ve claramente que el maestro
debiera haber enseñado a sus discípulos que cuando se habla del caballo hay algo
más interesante que decir su clasificación en el orden zoológico? ¿Que es más
interesante para la generalidad saber que el caballo es un animal útil al hombre
bajo mil conceptos; y que si tiene alguna imaginación podía haber mostrado la
belleza del caballo galopando; la cabeza levantada y las crines ondulantes
esparcidas al viento, etc.? ¿No debía haberles enseñado que al hablar de la
mujer deben evitarse ciertas impropiedades, y que el ser más bello de la
Creación debe y tiene que despertar en el hombre otras ideas más elevadas y
dignas que las de su clasificación y extensión?
Todo esto debiera haberles enseñado el maestro que tuviera criterio
propio. Para tener este criterio no basta el conocimiento perfecto de las reglas
gramaticales, ni saber escribir sin falta de ortografía: es necesario estar
dotado de un buen sentido y haber adquirido cierto gusto literario, lo que solo
se consigue con el estudio y la lectura constante de los buenos
autores.
No quiere decir esto que pretendamos que el maestro sea un literato.
¡Lejos de eso! No hay nada que revele más mal gusto que ese estilo ampuloso que
adoptan a menudo nuestros maestros en sus escritos.
Entre nuestros maestros todavía hay muchos que creen que con echarse para
atrás, ahuecar la voz y hablar recio, se tapa la falta de ideas y de
conocimientos en la materia que se trata. Creemos, por el contrario, que el
maestro debe esforzarse en hacer que los niños adquieran un estilo sencillo,
diciendo con naturalidad lo que quieren decir, sin pretender producir grandes
efectos, tratando solo de encontrar la idea propia del objeto y la palabra
propia de la idea.
Esa tarea no es fácil, lo reconocemos. El hombre es naturalmente
inclinado a la exageración (…) La misión del maestro consistirá en contenerlos
en el verdadero límite, para lo que se necesita alguna práctica en el arte de
escribir y no poca dosis de buen sentido. Una buena regla para obtener ese
deseado término medio sería buscar la elevación en las ideas, sencillez y
naturalidad en la palabra (…) a medida que los niños adelanten en sus
ejercicios de composición deberán ir aumentando paralelamente su caudal de ideas
y conocimientos. Para esto es necesario que el maestro se esfuerce en hacer que
los niños lean buenos libros y tomen gusto por la lectura. Una vez que se haya
conseguido que un niño tome gusto por la lectura, ésta tiene por sí misma
bastante atractivo para hacer innecesario cualquier otro estímulo.
Hasta aquí el primer párrafo de aquel bicentenario artículo, con un subrayado
personal que agrego a efectos de poner énfasis en los conceptos fundamentales
que nos permiten desarmar ciertas zonceras con que nos han intoxicado para
denostar aquel viejo sistema que tan altos resultados nos diera como sociedad
culta durante más de cien años: la sabiduría del maestro, producto de su sólida
formación en los institutos públicos; el gusto literario emanado de la abundante
lectura de obras clásicas y autores conspicuos, que permitía la expresión
elegante y adecuada, y que fomentaba la lucidez en la explicación; la búsqueda
del equilibrio entre la excelencia y la sencillez expresiva, descartando las
profusas manifestaciones o las groserías; el conocimiento general de todas las
ramas del saber, lejos de esa nefasta especificidad que se propugna hoy en día
haciendo que los docentes opten por dar una determinada disciplina científica
como materia y se nieguen a otras por simple tendencia subjetiva,
institucionalizada ya como práctica.
Recuerdo una anécdota por demás ilustrativa en este sentido: tenía yo 23 años
y era por entonces un joven y “apichonado” maestro provinciano recién llegado a
Buenos Aires, absorto e impresionado por la dinámica abrumadora de la gran
urbe.
En un acto público para la toma de cargos docentes, presidida por el recio
supervisor del Distrito Escolar donde me postulaba, don Luis María Flores, éste
pronunció mi nombre a secas y con aire marcial me tomó los datos y me expuso las
condiciones, tendiéndome la hoja con la designación en un cargo para que la
firmara.
Raudo y decidido, le pregunté si no había otro grado de nivel superior donde
pudiera dar clases de Historia y Literatura, que eran mis materias favoritas y
donde más cómodo me sentiría.
Me respondió con una mirada oblicua y el entrecejo fruncido,
preguntándome:
-¿Usted es maestro recibido? , a lo cual agregué sin vacilar:
- Sí, señor.
- Entonces firme la hoja y cumpla con su deber que para eso se formó en
todas las ramas, los niños necesitan saber todas las materias, no las que a
usted le gustan.
Por un tiempo largo, admito, guardé cierto encono para con ese viejo maestro
que había llegado a supervisor de Distrito.
Pero después comprendí cuánta razón tenía, al contemplar la avidez de los
alumnos por aprender aquellas materias que menos me agradaban y la mala
predisposición de algunos colegas míos por enseñarlas, relegando a esos niños a
un aprendizaje deficiente amén de la frustrante experiencia del trato
descortés.
Desde entonces, valoré la formación integral y compacta que el viejo sistema
impartía entre sus docentes para que un maestro fuera un verdadero cuadro
intelectual en todas las disciplinas del saber, a fin de favorecer el
aprendizaje y la instrucción elevada de los niños que en el futuro llegarían a
convertirse en los ciudadanos más educados y cultos de América y del mundo.
Cierro esta primera parte advirtiendo al lector sobre una circunstancia
peligrosa en estos tiempos que corren: el aislamiento nocivo, y sin control de
los adultos, que produce la computadora en los niños, a través de los
entretenimientos con juegos violentos o la navegación en la red de Internet.
Alejados de la lectura y de la orientación reflexiva que incentivaba la
imaginación y creatividad, en plena era de los adelantos tecnológicos resulta
paradójica la promoción del individualismo, la atrofia intelectual y expresiva
producto de ese “ensimismarse” frente a una máquina, y la violencia e ignorancia
con que la mayor parte de las generaciones se forma en la actualidad.
Como para tener presente aquellos viejos preceptos de la Ley 1.420., que
tanto bien le hiciera a nuestro país.
Hasta la próxima nota.-
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