El límite a la titularidad de dominio o posesión de tierras rurales
se fija en un 15% de la superficie del territorio nacional, cifra
porcentual que se computará también sobre el territorio de la provincia,
municipio o entidad administrativa equivalente en que esté situado el
inmueble rural.
Los fundamentos del proyecto enviado por el PEN al Congreso destacan “la
necesidad de impedir la consolidación de procesos que podrían
comprometer gravemente el desarrollo, la soberanía nacional y la
titularidad del pueblo argentino sobre sus recursos estratégicos no
renovables, como la tierra y el agua dulce (…) dicha regulación deviene
necesaria para frenar el proceso de adquisición de grandes extensiones
de tierra por parte de capitales financieros transnacionales, el que se
viene profundizando en los últimos años a raíz de la especulación
desatada con motivo de la variación de los precios de los productos
primarios en el mercado internacional (…) En este sentido, el espíritu y
la letra del proyecto apuntan a un doble objetivo: regular el
previsible incremento de la propiedad extranjera y preservar su tenencia
en manos de productores agropecuarios nacionales, posibilitando un
desarrollo tecnológico propio que acreciente nuestra capacidad
agroindustrial y nos proyecte como productores alimentarios; limitar la
concentración de grandes extensiones de tierras en manos de capitales
financieros, excluyendo a las tierras rurales como recursos estratégicos
susceptibles de ser aplicados como inversión.”
Reconociendo
como ciertos e incuestionables los datos enunciados, y más allá de la
filosofía política que inspiró al proyecto –compartida absolutamente por
el autor de este trabajo-, es aquí donde se presentan los más duros
cuestionamientos a la norma sancionada.
La dudosa
constitucionalidad de la misma en este punto no es un dato menor, a la
luz del espíritu mismo de nuestra Carta Magna, impregnada de un
liberalismo a ultranza y proclive a la colonización extranjera como
única forma de lograr el desarrollo. (18)
El artículo 20 de la Constitución Nacional, que ostenta el carácter de “garantía constitucional” y
se ubica dentro de la parte dogmática, consagra expresamente la
igualdad de derechos entre ciudadanos argentinos y extranjeros, y dice
textualmente: “Los extranjeros gozan en el territorio de la
Nación de todos los derechos civiles del ciudadano; pueden ejercer su
industria, comercio y profesión; poseer bienes raíces, comprarlos y
enajenarlos; navegar los ríos y costas; ejercer libremente su culto;
testar y casarse conforme a las leyes. No están obligados a admitir la
ciudadanía, ni a pagar contribuciones forzosas extraordinarias. Obtienen
nacionalización residiendo dos años continuos en la Nación; pero la
autoridad puede acortar este término a favor del que lo solicite,
alegando y probando servicios a la República.”
La
claridad y contundencia del texto aborta cualquier análisis en contrario
y resalta la incongruencia de la ley 26.737 con la manda
constitucional, toda vez que admite la igualdad de derechos entre
ciudadanos argentinos y extranjeros y permite a estos últimos el
ejercicio del comercio y la potestad de poseer bienes raíces, comprar y
enajenarlos. Así también lo entiende la copiosa jurisprudencia de la
Corte Suprema de Justicia de la Nación.
No hay resquicio para
ninguna interpretación opuesta si nos atenemos a la literalidad de la
ley fundamental, por lo que a todas luces aparece manifiesta la
inconstitucionalidad de las restricciones al dominio extranjero
impuestas por la ley de marras.
Este es el argumento más sólido de
todos los vertidos en el concierto de debates que precedieron a su
sanción, y constituye sin lugar a dudas un obstáculo aparentemente
infranqueable que motivará numerosos planteos judiciales.
Ahora
bien, desde una perspectiva razonable se podría argüir que en nuestro
ordenamiento jurídico los derechos no son absolutos y que no hay
violación de la garantía consagrada en el artículo 20, puesto que no se
impide en modo alguno el ejercicio del derecho a adquirir las tierras
por parte de los extranjeros, sino que se lo limita en función de un
interés supremo.
El mismo es enunciado en los Fundamentos del proyecto y confiere a la norma sancionada el carácter de ley de orden público.
Además,
el derecho comparado ofrece regímenes similares cuyas restricciones son
más severas que la nuestra (19), llegando incluso a la prohibición de
la tenencia o dominio extranjero sobre sus tierras rurales.
No obstante, hay que aclarar que el derecho comparado no es derecho aplicable ni
fuente de obligaciones en nuestro ordenamiento jurídico, y solo sirve
para cotejar, interpretar o adoptarlo como referencia de algunas
posiciones doctrinarias o proyectos de ley.
Por otra parte, quienes admitan la inconstitucionalidad de la ley, también podrían rebatir con base en el artículo 28 de la Constitución Nacional, que reza: “Los
principios, garantías y derechos reconocidos en los anteriores
artículos, no podrán ser alterados por las leyes que reglamentan su
ejercicio.”
La congruencia de esta disposición con
la del artículo 20 es medular en el planteo y requerirá no poca destreza
de los juristas y abogados para desvirtuarlo.
Algunas organizaciones de derecho ambiental vinculadas a universidades privadas invocan también el artículo 25 de la Constitución Nacional para invalidar la nueva ley, resaltando su texto: “El
Gobierno federal fomentará la inmigración europea; y no podrá
restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada al
territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la
tierra, mejorar las industrias, e introducir y enseñar las ciencias y
las artes.”
Amén de señalar la obsolescencia del
mismo, pues fue introducido en un contexto distinto al actual y con
otros objetivos, hay que puntualizar que hoy ya no se fomenta la
inmigración europea, ni la ley pretende imponer cargas tributarias de
ninguna naturaleza a las tierras adquiridas por los extranjeros.
El prestigioso jurista Eduardo Barcesat defendió la constitucionalidad de la norma, basándose en el artículo 75 inciso 19 de la Constitución Nacional, en
el artículo 21 de la Convención Americana de Derechos Humanos (20) y en
el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.
En el primer caso, Barcesat destaca el rol del Congreso para sancionar una norma como la que nos ocupa porque -tal como dice el artículo 75 inciso 19-, el mismo debe "proveer
lo conducente al desarrollo humano, al progreso económico con justicia
social, a la productividad de la economía nacional, a la generación de
empleo, a la formación profesional de los trabajadores, a la defensa del
valor de la moneda, a la investigación y al desarrollo científico y
tecnológico, su difusión y aprovechamiento. Proveer al crecimiento
armónico de la Nación y al poblamiento de su territorio...", cuestiones estas que están en juego en el escenario que la ley pretende regular.
Y
aunque "a priori" esto sea razonable, el argumento podría revertirse a
favor de los detractores de la norma toda vez que ellos consideran al
capital extranjero como motor del desarrollo productivo y del progreso
económico, poniendo como ejemplo incuestionable al proceso de
tecnificación de la producción cerealera llevado a cabo a partir de la
década del 90.
Por lo expuesto, podemos observar que ambas
posiciones -la que se inclina por la constitucionalidad de la Ley 26.737
y la que promueve su inconstitucionalidad- pueden interpretar el
artículo del modo conveniente a sus intereses, dependiendo de la
concepción de progreso económico y desarrollo productivo que sustenten.
Siguiendo a Barcesat, vemos que el artículo 21 de la Convención Americana de Derechos Humanos -que versa sobre el derecho a la propiedad privada-, dice claramente que "Toda persona tiene derecho al uso y goce de sus bienes. La ley puede subordinar tal uso y goce al interés social."
Y
es precisamente en concordancia con esa manda de jerarquía
constitucional que la Ley 26.737 instaura un Régimen de Protección al
Dominio Nacional sobre la Propiedad, Posesión o Tenencia de Tierras
Rurales, con restricciones que se basan en el interés social y la
soberanía de la Nación sobre sus recursos estratégicos.
En esa misma línea juegan las disposiciones del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales -incluido en el bloque de tratados de derechos humanos con rango constitucional-, que vale la pena repasar aquí.
La Parte I, Artículo 1º, en sus apartados 1 y 2, dice lo siguiente:
"1.-1.
Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud
de este derecho establecen libremente su condición política y proveen
asimismo a su desarrollo económico, social y cultural.
2.
Para el logro de sus fines, todos los pueblos pueden disponer
libremente de sus riquezas y recursos naturales, sin perjuicio de las
obligaciones que derivan de la cooperación económica internacional
basada en el principio de beneficio recíproco, así como del derecho
internacional. En ningún caso podrá privarse a un pueblo de sus propios
medios de subsistencia.
Los Estados Partes en el
presente Pacto, incluso los que tienen la responsabilidad de administrar
territorios no autónomos y territorios en fideicomiso, promoverán el
ejercicio del derecho de libre determinación, y respetarán este derecho
de conformidad con las disposiciones de la Carta de las Naciones
Unidas."
Nuestro país, en virtud de su soberanía, debe
propender a su independencia económica legislando de la mejor manera
posible respecto del dominio, uso y aprovechamiento de sus recursos
naturales estratégicos.
En el caso de la Ley 26.737 ese objetivo
se ciñe únicamente a imponer limitaciones al dominio extranjero,
descuidadno la regulación del uso sustentable y el equilibrio ambiental,
cuestión que debió ser abordada.
Como un aspecto de la libre
determinación, las restricciones están bien fundadas en este artículo
del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales,
pero no bastan para desvirtuar el principio de igualdad entre ciudadanos
extranjeros y nacionales consagrada por la Constitución Nacional.
Máxime
si se considera que en un planteo de inconstitucionalidad podría
argüirse que el dominio, posesión o tenencia extranjera de las tierras
nacionales no afecta en modo alguno la independencia económica del país
sino que contribuye a su desarrollo, porque los ciudadanos de esa
condición son iguales a los nativos y gozan de los mismos derechos de
acuerdo a la Constitución Nacional.
Entraña un singular riesgo político -aunque tal vez no jurídico-, en materia de derecho internacional, el invocar la libre determinación de los pueblos
para establecer una restricción a los derechos de ciudadanos
extranjeros reconocidos en nuestra Constitución, toda vez que es el
mismo argumento esgrimido por Gran Bretaña para legitimar la violación
de los derechos soberanos argentinos sobre las Islas del Atlántico Sur,
incluyendo la explotación y dominio de los recursos naturales allí
existentes. (21)
Tal vez lo más razonable sería sostener el
derecho a la independencia económica del apartado 2 del artículo 1 del
Pacto, pero siempre basado en el principio de Soberanía del Estado argentino para la fijación de su propia legislación en cualquier tópico.
De
todas maneras, allí tropezamos nuevamente con el impedimento explícito
del artículo 20 de la Carta Magna, cuya reforma es imperativa a fin de
preservar la soberanía nacional que se pretende salvaguardar.
Sin embargo, para refutar estos posibles asertos, es recomendable invocar la Parte II, artículo 2, apartados 1, 2 y 3 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que expresan:
"2.-1.
Cada uno de los Estados Partes en el presente Pacto se compromete a
adoptar medidas, tanto por separado como mediante la asistencia y la
cooperación internacionales, especialmente económicas y técnicas hasta
el máximo de los recursos de que disponga, para lograr progresivamente,
por todos los medios apropiados, inclusive en particular la adopción de
medidas legislativas, la plena efectividad de los derechos aquí
reconocidos.
2. Los Estados Partes en el presente
Pacto se comprometen a garantizar el ejercicio de los derechos que en
él se enuncian, sin discriminación alguna por motivos de raza, color,
sexo, idioma, religión, opinión política o de otra índole, origen
nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra
condición social.
3. Los países en vías de
desarrollo, teniendo debidamente en cuenta los derechos humanos y su
economía nacional, podrán determinar en qué medida garantizarán los
derechos reconocidos en el presente Pacto a personas que no sean
nacionales suyos."
Corresponde interrogarse acerca de la
prioridad de rango de estos incisos o si deben ser ponderados de manera
armónica y concordante.
Nos inclimamos por la última opción, entendiendo que el mismo Pacto, en la Parte IV, artículo 25, dice claramente que "Ninguna
disposición del presente Pacto debe interpretarse en menoscabo del
derecho inherente de todos los pueblos a disfrutar y utilizar plena y
libremente sus riquezas y recursos naturales."
Poniendo por sobre las disposiciones de este tratado el concepto de soberanía del Estado para
legislar dentro de su propio territorio sobre cualquier tema, no caben
dudas que la sanción de la norma analizada tiene como propósito
garantizar los derechos económicos de sus ciudadanos.
Y aunque el
mismo artículo 2 del Pacto, en su apartado 2, obliga al Estado argentino
en calidad de parte a evitar discriminaciones en el compromiso de
garantizar el ejercicio de los derechos allí consagrados (22), será el
apartado 3 del artículo 2 del Pacto el que oficiará de fundamento de la
constitucionalidad de la Ley 26.737.
Nuestro país, por su
condición de nación en vías de desarrollo, debe legislar en pos de su
independencia económica y del bienestar general de sus habitantes, por
lo que cualquier medida adoptada en esa dirección, es absolutamente
legítima y constitucional.
La preservación de los recursos
naturales estratégicos y no renovables en manos de ciudadanos nacionales
constituye una política de reaseguro para los fines propuestos, en un
contexto de saqueo global y concentración salvaje de los mismos por
parte de firmas extranjeras de países centrales.
Por lo tanto,
podríamos acotar que son perfectamente admisibles las restricciones
impuestas al dominio extranjero sobre la propiedad o posesión de tierras
rurales.
Si optáramos por hacer un juego armónico de las
disposiciones de los tratados internacionales sobre derechos humanos con
jerarquía constitucional, que aquí analizamos, y la propia Constitución
Nacional, tal vez la cuestión siga siendo controvertida y su suerte
dependa del criterio interpretativo del juez.
En ambos casos
existen en los tratados y en la Constitución Nacional suficientes
fundamentos para dar entidad a cualquiera de las posiciones en juego,
solo resta saber cuál de ellas será prioritaria en la consideración del
juez: la igualdad de derechos entre ciudadanos nacionales y extranjeros o el principio de soberanía del Estado para
legislar atendiendo a las necesidades imperiosas de resguardar sus
recursos estratégicos y asegurar la independencia económica.
Hacer
hincapié en el argumento de la soberanía para refutar a quienes se
empeñan en ser garantistas de los beneficios del capital extranjero a
expensas de la independencia económica de la Nación, nos parece de vital
importancia.
La seguridad nacional es una cuestión de
supervivencia que debe comprometer a todos los poderes del Estado,
especialmente en la función interpretativa del orden constitucional que
llevan adelante los jueces.
El escenario de globalización
predatoria y consumismo desenfrenado que impulsa al capitalismo
concentrado a fomentar guerras y masacres con el apoyo de una formidable
estructura mediática no es una cuestión menor en el análisis. (23)
La
filosofía de nuestra Constitución Nacional, cuyos pilares datan de
1.853 y en muchos casos resultan inadecuados y obsoletos para este siglo
(24), es condescendiente con una práctica riesgosa que amenaza la
independencia económica del país así como su soberanía territorial y
alimentaria.
Interpretar los principios y garantías
constitucionales de la manera más conveniente a los intereses nacionales
y de acuerdo a la evolución de los tiempos es una obligación ineludible
de los jueces, cuya función no siempre es ejercida con lealtad y
patriotismo.
La magistratura judicial esconde a veces una sumisión
absoluta a la ideología liberal del capitalismo transnacional, y se
asemeja a un sistema de arbitraje que custioda el statu quo con fallos que vulneran los legítimos intereses de la Nación, prescindiendo de la noción de justicia.
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