Un aporte histórico y estadístico para el abordaje jurídico del tema desde una perspectiva social moderna.
Desde las remotas épocas de la colonia, nuestro país padeció la problemática del saneamiento ambiental como acuciante y con escasa intervención a nivel de políticas gubernamentales.
En 1.792, la ciudad de Córdoba instaló un sistema de provisión pública de agua a través de grifos, siendo esta la primera medida de gobierno en materia de saneamiento registrada en la historia.
La provincia de Buenos Aires, con el escandaloso préstamo suscripto en 1.824 por presión de la Baring Brothers británica –del que solo ingresó el 55% y se demoró ochenta años en pagar 23 veces su valor nominal-, fue el primer estado en diseñar un programa de instalación de aguas corrientes, que finalmente no se concretó.
Recién en 1.867, a raíz de la epidemia de fiebre amarilla que asoló el país diezmando a la población, se decidió implementar la postergada política pública del saneamiento porteño, cuyo punto de partida se fija en el año 1.869 cuando se toman los proyectos de aguas corrientes, cloacas y desagües de los ingenieros ingleses John F. La Troble Bateman y John Coghlan.
Para 1.880, la red de suministro de agua construida por Bateman desde 1.874, daba cobertura a una cuarta parte de la ciudad de Buenos Aires. El diseño y operación del servicio estaba íntegramente basado en el modelo inglés de gestión: una empresa privada (la “Buenos Ayres Water Supply”) lo llevaba adelante a través de la modalidad de concesión.
La crisis económica y política de 1.890, que provocó la renuncia del presidente Juárez Celman y el episodio conocido como la Revolución del Parque que dió nacimiento a la Unión Cívica Radical, determinará que la empresa británica rescinda el contrato de concesión.
A partir de entonces, el Estado nacional asume la responsabilidad del saneamiento urbano y sanciona la Ley 2.927 del 30 de Diciembre de 1.892, creando la Comisión de Obras de Salubridad con fines precisos: construcción de filtros, instalación de bombas, construcción de cloacas domiciliarias e instalación del servicio de aguas corrientes en los edificios públicos del Estado Nacional, exonerando a la Municipalidad del pago de los servicios que use para el riego de calles, plazas y paseos públicos o establecimientos de su dependencia.
El primer Plan Nacional de Saneamiento fue elaborado en 1.909 e implementado a partir de 1.912 con la creación de un organismo rector que haría historia: OBRAS SANITARIAS DE LA NACIÓN.
El ente gozaba de autonomía en los términos conferidos por la norma que lo creaba pero funcionaba con el contralor del Poder Ejecutivo Nacional, quien podía intervenirlo directamente cuando “las exigencias del buen servicio” lo hicieran necesario.
Asimismo, administraba sus bienes e instalaciones conforme las disposiciones del Código Civil y la Ley de Contabilidad. Lo novedoso de su función consistía en la facultad que el artículo 4 inciso “f” le otorgaba para “convenir con los gobiernos provinciales, “ad referéndum” del Congreso de la Nación, el estudio, la construcción y administración de obras destinadas a la provisión de agua potable para uso doméstico en las ciudades, pueblos y colonias de la Nación”, circunstancia que denotaba el profundo sentido federalista y de alcance nacional que inspiraba al Estado en la concreción de sus fines.
Desde 1.890 y hasta finalizado el siglo XX, el Estado Nacional será el promotor central de las políticas de saneamiento y ejecutará la prestación del servicio en la zona metropolitana y algunos centros urbanos del país, con las particularidades que iremos explicando.
A partir de la sanción de la Ley 8.889 del 18 de Julio de 1.912, cuando se crea OBRAS SANITARIAS DE LA NACIÓN, se inicia una época de crecimiento en materia de obras de saneamiento, pero solo para el área metropolitana, quedando el resto de la población nacional al margen de estos servicios.
Para 1.914 el servicio público de agua corriente se había instalado parcialmente en las zonas céntricas y residenciales de las ciudades capitales de 14 provincias, mientras que los desagües cloacales solo existían en 4 ciudades del país.
La Ley 10.998 sancionada en 1.919 durante la presidencia de Yrigoyen buscó llevar la provisión de agua corriente y desagües cloacales al casco urbano de las ciudades de 8.000 habitantes y de agua corriente únicamente a las que tuvieran 3.000 habitantes, con escasa suerte.
El 14 de Julio de 1.943 el Poder Ejecutivo Nacional cambió la forma jurídica del organismo a través del Decreto 2.743, creando la Administración General de Obras Sanitarias de la Nación.
En 1.949, bajo el gobierno del Gral. Juan Domingo Perón, se sancionó la Ley 13.577 con el fin de dotar al ente de una Ley Orgánica, convirtiéndose esta en un formidable instrumento de administración y gestión operativa del servicio, y en la norma más progresista, equitativa y plural de saneamiento jamás concebida.
Por primera vez una ley hacía hincapié en el concepto de agua potable en vez de agua corriente, promoviendo la calidad del recurso por razones de orden sanitario y de salubridad.
Sus fines apuntaban al estudio, proyección, construcción, renovación, ampliación y explotación de las obras de provisión de agua y saneamiento urbano en todo el país, abarcando no solo a la zona metropolitana sino a provincias, ciudades, pueblos y lugares recónditos que por insuficiencia de recursos no podían financiar la implementación del servicio. La defensa del bienestar general y la salud de la población se erigieron como objetivos prioritarios para el Estado nacional, y el derecho a los servicios públicos en un marco de igualdad una política de amplio alcance.
Entre las novedosas reformas introducidas por la Ley 13.577, Obras Sanitarias se convertía en un ente autárquico bajo la órbita del PEN, quien ejercía funciones de superintendencia y contralor en pos de garantizar el buen servicio.
Podía, de acuerdo a la política del PEN, establecer industrias extractivas y productivas de materias primas requeridas para su funcionamiento; participar en empresas de capital mixto que persiguieran el mismo objeto; proponer al PEN la fijación de la tarifa por el servicio; promover ante las provincias, municipios y localidades del interior del país el acogimiento al régimen de la norma, en un claro respeto al orden federal; coexistir con prestatarias privadas que en virtud de una concesión estuvieran brindando el servicio en localidades del interior pero no cubrieran a la totalidad de la población; etc.
El ente debía tener depositados sus recursos en el Banco Central de la República Argentina o en bancos nacionales y no podía apartarse de los gastos fijados en su presupuesto general, que comprendía créditos con emisión de títulos públicos, transferencias derivadas de la entonces Dirección Inmobiliaria Nacional, recaudación tarifaria, multas y recargos, donaciones y legados, previéndose que ninguna obra debía paralizarse por falta de medios, los cuales sería solventados con rentas generales de la Nación. Para el caso de superávit en la gestión, el excedente debía destinarse a la construcción de nuevas obras o a la renovación, ampliación y mejoramiento de las existentes, dentro de una cuidadosa planificación.
A simple requerimiento de Obras Sanitarias, las empresas de servicios públicos, instituciones o particulares que hicieran uso del suelo o subsuelo, debían remover sus instalaciones para la construcción y explotación de las obras previstas por esta ley. Con ello se eliminaba el obstáculo jurídico o burocrático de ampararse en derechos de propiedad o servidumbres para dar estricta prioridad a la salud pública de los ciudadanos, por medio de una gestión dinámica y eficiente que se oponía a las dilaciones.
Asimismo, se hacía obligatorio que todos los inmuebles habitables dentro del radio de instalación de cañerías de distribución de agua y colectoras de cloacas estuvieran dotados del servicio de agua corriente y desagüe cloacal. En caso de no hacerlo, o de hallarse deshabitados, igualmente debían abonarse las tarifas vigentes. Esta misma obligación regía para los inmuebles que pertenecieran a la Nación, las provincias y los municipios
Las fijación de tarifas era propuesta por la Administración General de Obras Sanitarias de la Nación al Poder Ejecutivo Nacional, y debían ser iguales para todos los distritos del país. Los aumentos, rebajas o modificaciones, así como su propuesta, corría por decisión del PEN.
Las obras domiciliarias externas estaban a cargo de Obras Sanitarias, mientras que las interiores correspondían a los propietarios.
La obligación de instalar los servicios de agua corriente y cloacas regía para los propietarios y para los poseedores, quienes además debían mantener en buen estado las instalaciones. Los técnicos y empleados debían solicitar el acceso a los inmuebles para ejecutar las obras, y ante la negativa de los moradores debían requerir el auxilio de la fuerza pública.
Los inmuebles deudores de servicios, obras o multas, quedaban afectados al pago hasta su cancelación definitiva con un privilegio sobre el crédito que inclusive tenía prioridad sobre hipotecas constituidas con posterioridad a la deuda. Toda transferencia de dominio o constitución de derechos reales sobre un inmueble, del mismo modo que una sentencia de la cual resultare la declaración o transmisión de derechos sobre el mismo, requería que el notario peticionara e incluyera en el protocolo el Certificado de Deuda expedido por Obras Sanitarias, para garantizar la percepción de los créditos adeudados, indefectiblemente y en su totalidad. El Registro de la Propiedad no podía inscribirlos sin ese requisito debidamente cumplimentado.
Desde la fecha de inicio de las obras, quedaba prohibida la perforación de pozos a cualquier profundidad sin permiso previo de Obras Sanitarias, dentro del radio fijado para el servicio. En caso de existir pozos funcionales, debían cegarse bajo la inspección del ente ni bien se habilitara la provisión de agua de las obras. No obstante ello, la Administración de Obras Sanitarias podía autorizar la operatividad de las perforaciones con fines de riego o industrias ajenas a la alimentación humana, siempre que no hubiera riesgo de contaminación de las napas subterráneas.
Le correspondía, además, tomar todas las medidas para sanear los cursos de agua en caso de posible afectación de la salubridad y para impedir la contaminación directa o indirecta, pudiendo disponer la clausura de los establecimientos industriales cuyo dueños no cumplieran con las disposiciones emitidas.
Obras Sanitarias ejercía la vigilancia del vertimiento de líquidos residuales transportados en vehículos, y el control del uso ordinario de la provisión de agua corriente y del desagüe de las aguas servidas en los inmuebles y establecimientos industriales, evitando que se utilizara el recurso para riego o en industrias ajenas a la producción alimentaria.
La decisión de cubrir las necesidades de todos los habitantes del país habilitaba un régimen de construcción de obras de carácter reducido, contemplando a las localidades de escasa población o sin capacidad contributiva y poder económico, obligándose la Administración General de Obras Sanitarias a instalar surtidores públicos de aprovisionamiento gratuito hasta tanto se efectuaran las conexiones.
Otro punto fundamental de la norma era la declaración de utilidad pública del suelo y del subsuelo de los terrenos de propiedad privada y de las fuentes de provisión de agua necesarias para la ejecución de las obras, en todo el territorio de la Nación, quedando sujetas a expropiación por parte de Obras Sanitarias.
Si las provincias y municipios lo solicitaban, el ente –con autorización del PEN- podía tomar a su cargo las obras o instalaciones del servicio de agua corriente y desagües cloacales de propiedad pública o privada. En este último caso, abonaría por los mismos su valor físico de utilización toda vez que este fuese inferior al costo de origen de los bienes afectados a la explotación.
En los territorios nacionales existentes hasta ese entonces, luego provincializados por el mismo presidente Perón, toda fundación de nuevas poblaciones quedaba supeditada al dictamen favorable de Obras Sanitarias, basándose en el adecuado aprovisionamiento de agua potable.
Los especialistas aseveran que esta verdadera política de Estado permitió que la Argentina fuera pionera del desarrollo sanitario en toda América Latina, superada solo por EE. UU.
Con el golpe de 1.955 y el proceso incipiente de destrucción del Estado de Bienestar operado por determinación de los centros de poder mundial, se abortaron las políticas públicas tendientes a garantizar el derecho de acceso popular a los servicios públicos y la eficiencia en la prestación estatal.
Las inversiones fueron abandonadas, paralizándose el mantenimiento preventivo y la ampliación de obras, así como la reparación de equipos e instalaciones.
Los procedimientos de gestión operativa se fueron apartando de los cánones de eficiencia previstos en la ley, y se produjo una retracción paulatina del Estado que condujo a la crisis del sistema.
Una línea ideológica ultra liberal y privatista, afín a la extranjerización y dependencia de la economía nacional, promovió a sus cuadros en la función pública para que la devastaran y vaciaran al Estado, quebrándolo y consolidando la idea de su inoperancia, so pretexto de implementar el siniestro modelo privatista. La tarea demandó décadas, y finalmente se impuso con las secuelas negativas que todos conocemos.
En 1.973, la Ley 20.324 operó la transformación jurídica de Obras Sanitarias en una empresa estatal con el carácter de persona jurídica de derecho público.
En 1.980, la dictadura militar implementó una medida nefasta con la excusa de un desvirtuado federalismo conceptual que haría escuela y sentaría precedente argumental entre los teóricos del derecho y propulsores del proceso privatizador: la provincialización y/o municipalización de los servicios públicos.
Esto llevó a la conformación de 161 sistemas distintos de gestión con regimenes diferentes, un verdadero despropósito que se anticipaba a lo que sucedería en materia educativa y de salud durante las décadas posteriores de la desregulación.
El desmantelamiento de Obras Sanitarias, conjuntamente con el abandono de las políticas públicas y el rol activo del Estado, incubó la modalidad de transferencia de competencias en materia de salud pública, educación y servicios públicos por parte de los gestores “privatistas” que asaltaron la administración pública y promovieron desde adentro su destrucción e ineficiencia.
La creciente inflación y trasnacionalización de la economía, el fuerte endeudamiento externo, el crecimiento demográfico y la no incorporación de usuarios al sistema, completaron un cuadro que condujo al colapso del modelo.
En 1.989 se sancionan las leyes 23.696 y 23.697 para la Reforma del Estado, declarándose la emergencia económica y administrativa del Estado Nacional y de la prestación de los servicios públicos, la intervención de los entes y empresas pública, y la privatización y liquidación de estos.
En 1.990 se dictó el Decreto 2.074/90, disponiéndose la concesión de los servicios de distribución y comercialización, completado por el Decreto 1.443/91 que adecuó el Cronograma Básico de la Distribución y Comercialización de los Servicios de Provisión de Agua Potable y desagües cloacales.
En 1.991 se creó la Comisión Técnica de Privatización de Obras Sanitarias de la Nación con la finalidad de proceder a la privatización total del ente, elaborando los pliegos de condiciones y llamando a licitación pública internacional.
El 18 de Abril de 1.993 se concesionó a la empresa multinacional “AGUAS ARGENTINAS S. A.”, por un plazo de 30 años, la prestación del servicio en la Capital Federal y la zona metropolitana. El Estado Nacional se hizo cargo, antes de la transferencia, de todo el pasivo de Obras Sanitarias, que fue finalmente disuelta y liquidada.
En el resto del país, se dio un proceso similar, privatizándose la prestación del servicio y adjudicándoselos a empresas multinacionales o cooperativas constituidas en las pequeñas localidades del interior.
La primera concesión al sector privado fue hecha en la Provincia de Corrientes en el año 1.991, a la empresa “Aguas de Corrientes S. A.” Otros estados provinciales mantuvieron bajo gestión pública el servicio transferido en 1.980 por la Nación.
La provincia del Chaco, cuya población se opuso al programa privatizador, fue castigada sistemáticamente con restricciones severas en el acceso al crédito para obras públicas y de saneamiento.
Los resultados de este proceso fueron inicialmente promisorios, ya que se logró incrementar el número de usuarios notablemente, pero sin una política seria de inversiones en infraestructura. La provisión de agua corriente mejoró en estos términos, pero no así la de desagües cloacales. Considerando el impacto del crecimiento demográfico, los indicadores son absolutamente negativos por ser inferiores a los parámetros ideales que formula la Organización Mundial de la Salud.
Todos los especialistas coinciden en atribuir al sector privado que se hizo cargo de las concesiones una gestión pésima y deficiente, tanto en las provincias como en el área metropolitana.
Aguas Argentinas S. A., por ejemplo, minimizó la inversión expansiva y se focalizó en incorporar usuarios de manera precaria, priorizando el aumento de las tarifas en un contexto de estabilidad de precios, y desestimando la instalación de redes cloacales. Este mal manejo condujo a que el agua freática en la zona del conurbano –que a principios de los 90 se ubicaba a 15 y 20 metros de profundidad-, ascendiera rápidamente hasta alcanzar el nivel del suelo, producto del cambio de fuente de aprovisionamiento del agua potable.
La toma del Acuífero Puelche y otros pozos fue sustituida por la del Río de la Plata, por resultar más accesible en términos de costos e infraestructura, con el consiguiente efecto nocivo de verter los efluentes en pozos absorbentes que superan en 9 veces la tolerancia de infiltración natural producto de la lluvia.
Si a esto le sumamos que el área concesionada era una de las mayores del mundo en cuanto a prestación privada del servicio y que los esquemas jurídicos de regulación y contralor eran notablemente precarios, casi a medida de los intereses comerciales de los concesionarios y sin transparencia, vemos cómo el Estado fue desentendiéndose de su rol tutelar y de garante del derecho humano al acceso a los servicios sanitarios y de agua potable para convertirse en garante de la rentabilidad empresarial privada.
Los mecanismos de participación ciudadana en la toma de decisiones y control de la prestación se restringieron a su mínima expresión y la expansión cualitativa del servicio no se llevó a cabo en los sectores más vulnerables de la población, sino en aquellos que eran potencialmente rentables con mínima inversión.
La casi totalidad de las metas previstas en los contratos de concesión fueron incumplidas y permanentemente renegociadas por las empresas, en el afán de perseguir la más alta tasa de ganancia posible al menor costo.
La vulnerabilidad e insustentabilidad de este esquema produjo conflictos sociales que derivaron en rescisiones anticipadas de las concesiones, tales como en los casos de “Aguas del Aconquija S. A.”, controlada por el grupo francés “Vivendi” en Tucumán; la de “Azurix S. A.”, de la norteamericana ENRON, en la provincia de Buenos Aires; o el de “Aguas del Valle S. A.” en Catamarca; vinculadas a la mala calidad del servicio y ausencia de medidas adecuadas en la infraestructura, tecnología y producción de agua potable, con el impacto ambiental como problemática creciente.
El Estado en sus distintos niveles (nacional, provincial, municipal) abandonó su rol de tal y se ocupó de garantizar al sector privado la cartelización de la prestación del servicio y un mercado cautivo con usuarios desprovistos de derechos y tutela efectiva.
Los entes reguladores incumplieron las pocas funciones de tutela y regulación establecidas, y sus funcionarios eran designados por el poder político de turno para favorecer al capital privado en desmedro de los derechos e intereses del ciudadano común.
Otro punto negativo fue el bloqueo sistemático a la intervención de las asociaciones de usuarios y consumidores, así como la neutralización y desatención de los reclamos por prestación deficiente del servicio.
La descarga del costo de las inversiones en las tarifas que abonaban los usuarios llevó a provocar incrementos de hasta el 106%, como en el caso de la concesionaria de Tucumán.
Durante el período de concesión privada –cuyos contratos impedían expresamente el aumento de tarifas-, éstas subieron el 88% en un contexto de estabilidad monetaria, mientras que el índice de precios minoristas fue del 7%.
La excusa de las inversiones y la recomposición de la ecuación económico-financiera que motivaba las renegociaciones permanentes de las concesiones se daba de bruces con la evaluación de los indicadores en la realidad: subejecuciones presupuestarias, obras inconclusas e incumplimientos de las metas y obligaciones del Plan de Mejoras y Expansión del Servicio (PMES).
En el área concesionada de Aguas Argentinas S. A. la cobertura del servicio de agua potable prevista en el contrato era del 88% de la población, y para servicios de cloacas se estipulaba una cobertura del 74%. En ambos casos, solo se llegó al 79% y 63%, respectivamente, quedando entre 800.000 y 1.000.000 de habitantes al margen de los mismos.
Entre 1.993 y 2.001 Aguas Argentinas obtuvo una rentabilidad promedio del 13% sobre facturación, que trepó al 20% por considerar la relación utilidades/patrimonio neto. En el resto del mundo, y tomando a EE. UU. y la Comunidad Europea como parámetros, la tasa de rentabilidad no supera el 6% en el mejor de los casos.
Frente al panorama extremadamente crítico, en 2.006 el gobierno nacional rescinde el contrato de concesión con la empresa “Aguas Argentinas S. A.” y asume la prestación del servicio en el área metropolitana bajo la forma jurídica de Sociedad Anónima, con el 90% de la titularidad de las acciones en manos del Estado Nacional y el 10% restante en manos de los ex trabajadores de Obras Sanitarias de la Nación bajo el Programa de Propiedad Participada de la ex concesionaria “Aguas Argentinas S. A.”
El Decreto 373/2.006 determinó que el porcentaje a cargo del Estado Nacional era intransferible y no podía ser disminuido bajo ninguna forma. Las sucesivas leyes 26.100 y 26.221 completaron el nuevo esquema de prestación y la regulación del servicio.
Desde las remotas épocas de la colonia, nuestro país padeció la problemática del saneamiento ambiental como acuciante y con escasa intervención a nivel de políticas gubernamentales.
En 1.792, la ciudad de Córdoba instaló un sistema de provisión pública de agua a través de grifos, siendo esta la primera medida de gobierno en materia de saneamiento registrada en la historia.
La provincia de Buenos Aires, con el escandaloso préstamo suscripto en 1.824 por presión de la Baring Brothers británica –del que solo ingresó el 55% y se demoró ochenta años en pagar 23 veces su valor nominal-, fue el primer estado en diseñar un programa de instalación de aguas corrientes, que finalmente no se concretó.
Recién en 1.867, a raíz de la epidemia de fiebre amarilla que asoló el país diezmando a la población, se decidió implementar la postergada política pública del saneamiento porteño, cuyo punto de partida se fija en el año 1.869 cuando se toman los proyectos de aguas corrientes, cloacas y desagües de los ingenieros ingleses John F. La Troble Bateman y John Coghlan.
Para 1.880, la red de suministro de agua construida por Bateman desde 1.874, daba cobertura a una cuarta parte de la ciudad de Buenos Aires. El diseño y operación del servicio estaba íntegramente basado en el modelo inglés de gestión: una empresa privada (la “Buenos Ayres Water Supply”) lo llevaba adelante a través de la modalidad de concesión.
La crisis económica y política de 1.890, que provocó la renuncia del presidente Juárez Celman y el episodio conocido como la Revolución del Parque que dió nacimiento a la Unión Cívica Radical, determinará que la empresa británica rescinda el contrato de concesión.
A partir de entonces, el Estado nacional asume la responsabilidad del saneamiento urbano y sanciona la Ley 2.927 del 30 de Diciembre de 1.892, creando la Comisión de Obras de Salubridad con fines precisos: construcción de filtros, instalación de bombas, construcción de cloacas domiciliarias e instalación del servicio de aguas corrientes en los edificios públicos del Estado Nacional, exonerando a la Municipalidad del pago de los servicios que use para el riego de calles, plazas y paseos públicos o establecimientos de su dependencia.
El primer Plan Nacional de Saneamiento fue elaborado en 1.909 e implementado a partir de 1.912 con la creación de un organismo rector que haría historia: OBRAS SANITARIAS DE LA NACIÓN.
El ente gozaba de autonomía en los términos conferidos por la norma que lo creaba pero funcionaba con el contralor del Poder Ejecutivo Nacional, quien podía intervenirlo directamente cuando “las exigencias del buen servicio” lo hicieran necesario.
Asimismo, administraba sus bienes e instalaciones conforme las disposiciones del Código Civil y la Ley de Contabilidad. Lo novedoso de su función consistía en la facultad que el artículo 4 inciso “f” le otorgaba para “convenir con los gobiernos provinciales, “ad referéndum” del Congreso de la Nación, el estudio, la construcción y administración de obras destinadas a la provisión de agua potable para uso doméstico en las ciudades, pueblos y colonias de la Nación”, circunstancia que denotaba el profundo sentido federalista y de alcance nacional que inspiraba al Estado en la concreción de sus fines.
Desde 1.890 y hasta finalizado el siglo XX, el Estado Nacional será el promotor central de las políticas de saneamiento y ejecutará la prestación del servicio en la zona metropolitana y algunos centros urbanos del país, con las particularidades que iremos explicando.
A partir de la sanción de la Ley 8.889 del 18 de Julio de 1.912, cuando se crea OBRAS SANITARIAS DE LA NACIÓN, se inicia una época de crecimiento en materia de obras de saneamiento, pero solo para el área metropolitana, quedando el resto de la población nacional al margen de estos servicios.
Para 1.914 el servicio público de agua corriente se había instalado parcialmente en las zonas céntricas y residenciales de las ciudades capitales de 14 provincias, mientras que los desagües cloacales solo existían en 4 ciudades del país.
La Ley 10.998 sancionada en 1.919 durante la presidencia de Yrigoyen buscó llevar la provisión de agua corriente y desagües cloacales al casco urbano de las ciudades de 8.000 habitantes y de agua corriente únicamente a las que tuvieran 3.000 habitantes, con escasa suerte.
El 14 de Julio de 1.943 el Poder Ejecutivo Nacional cambió la forma jurídica del organismo a través del Decreto 2.743, creando la Administración General de Obras Sanitarias de la Nación.
En 1.949, bajo el gobierno del Gral. Juan Domingo Perón, se sancionó la Ley 13.577 con el fin de dotar al ente de una Ley Orgánica, convirtiéndose esta en un formidable instrumento de administración y gestión operativa del servicio, y en la norma más progresista, equitativa y plural de saneamiento jamás concebida.
Por primera vez una ley hacía hincapié en el concepto de agua potable en vez de agua corriente, promoviendo la calidad del recurso por razones de orden sanitario y de salubridad.
Sus fines apuntaban al estudio, proyección, construcción, renovación, ampliación y explotación de las obras de provisión de agua y saneamiento urbano en todo el país, abarcando no solo a la zona metropolitana sino a provincias, ciudades, pueblos y lugares recónditos que por insuficiencia de recursos no podían financiar la implementación del servicio. La defensa del bienestar general y la salud de la población se erigieron como objetivos prioritarios para el Estado nacional, y el derecho a los servicios públicos en un marco de igualdad una política de amplio alcance.
Entre las novedosas reformas introducidas por la Ley 13.577, Obras Sanitarias se convertía en un ente autárquico bajo la órbita del PEN, quien ejercía funciones de superintendencia y contralor en pos de garantizar el buen servicio.
Podía, de acuerdo a la política del PEN, establecer industrias extractivas y productivas de materias primas requeridas para su funcionamiento; participar en empresas de capital mixto que persiguieran el mismo objeto; proponer al PEN la fijación de la tarifa por el servicio; promover ante las provincias, municipios y localidades del interior del país el acogimiento al régimen de la norma, en un claro respeto al orden federal; coexistir con prestatarias privadas que en virtud de una concesión estuvieran brindando el servicio en localidades del interior pero no cubrieran a la totalidad de la población; etc.
El ente debía tener depositados sus recursos en el Banco Central de la República Argentina o en bancos nacionales y no podía apartarse de los gastos fijados en su presupuesto general, que comprendía créditos con emisión de títulos públicos, transferencias derivadas de la entonces Dirección Inmobiliaria Nacional, recaudación tarifaria, multas y recargos, donaciones y legados, previéndose que ninguna obra debía paralizarse por falta de medios, los cuales sería solventados con rentas generales de la Nación. Para el caso de superávit en la gestión, el excedente debía destinarse a la construcción de nuevas obras o a la renovación, ampliación y mejoramiento de las existentes, dentro de una cuidadosa planificación.
A simple requerimiento de Obras Sanitarias, las empresas de servicios públicos, instituciones o particulares que hicieran uso del suelo o subsuelo, debían remover sus instalaciones para la construcción y explotación de las obras previstas por esta ley. Con ello se eliminaba el obstáculo jurídico o burocrático de ampararse en derechos de propiedad o servidumbres para dar estricta prioridad a la salud pública de los ciudadanos, por medio de una gestión dinámica y eficiente que se oponía a las dilaciones.
Asimismo, se hacía obligatorio que todos los inmuebles habitables dentro del radio de instalación de cañerías de distribución de agua y colectoras de cloacas estuvieran dotados del servicio de agua corriente y desagüe cloacal. En caso de no hacerlo, o de hallarse deshabitados, igualmente debían abonarse las tarifas vigentes. Esta misma obligación regía para los inmuebles que pertenecieran a la Nación, las provincias y los municipios
Las fijación de tarifas era propuesta por la Administración General de Obras Sanitarias de la Nación al Poder Ejecutivo Nacional, y debían ser iguales para todos los distritos del país. Los aumentos, rebajas o modificaciones, así como su propuesta, corría por decisión del PEN.
Las obras domiciliarias externas estaban a cargo de Obras Sanitarias, mientras que las interiores correspondían a los propietarios.
La obligación de instalar los servicios de agua corriente y cloacas regía para los propietarios y para los poseedores, quienes además debían mantener en buen estado las instalaciones. Los técnicos y empleados debían solicitar el acceso a los inmuebles para ejecutar las obras, y ante la negativa de los moradores debían requerir el auxilio de la fuerza pública.
Los inmuebles deudores de servicios, obras o multas, quedaban afectados al pago hasta su cancelación definitiva con un privilegio sobre el crédito que inclusive tenía prioridad sobre hipotecas constituidas con posterioridad a la deuda. Toda transferencia de dominio o constitución de derechos reales sobre un inmueble, del mismo modo que una sentencia de la cual resultare la declaración o transmisión de derechos sobre el mismo, requería que el notario peticionara e incluyera en el protocolo el Certificado de Deuda expedido por Obras Sanitarias, para garantizar la percepción de los créditos adeudados, indefectiblemente y en su totalidad. El Registro de la Propiedad no podía inscribirlos sin ese requisito debidamente cumplimentado.
Desde la fecha de inicio de las obras, quedaba prohibida la perforación de pozos a cualquier profundidad sin permiso previo de Obras Sanitarias, dentro del radio fijado para el servicio. En caso de existir pozos funcionales, debían cegarse bajo la inspección del ente ni bien se habilitara la provisión de agua de las obras. No obstante ello, la Administración de Obras Sanitarias podía autorizar la operatividad de las perforaciones con fines de riego o industrias ajenas a la alimentación humana, siempre que no hubiera riesgo de contaminación de las napas subterráneas.
Le correspondía, además, tomar todas las medidas para sanear los cursos de agua en caso de posible afectación de la salubridad y para impedir la contaminación directa o indirecta, pudiendo disponer la clausura de los establecimientos industriales cuyo dueños no cumplieran con las disposiciones emitidas.
Obras Sanitarias ejercía la vigilancia del vertimiento de líquidos residuales transportados en vehículos, y el control del uso ordinario de la provisión de agua corriente y del desagüe de las aguas servidas en los inmuebles y establecimientos industriales, evitando que se utilizara el recurso para riego o en industrias ajenas a la producción alimentaria.
La decisión de cubrir las necesidades de todos los habitantes del país habilitaba un régimen de construcción de obras de carácter reducido, contemplando a las localidades de escasa población o sin capacidad contributiva y poder económico, obligándose la Administración General de Obras Sanitarias a instalar surtidores públicos de aprovisionamiento gratuito hasta tanto se efectuaran las conexiones.
Otro punto fundamental de la norma era la declaración de utilidad pública del suelo y del subsuelo de los terrenos de propiedad privada y de las fuentes de provisión de agua necesarias para la ejecución de las obras, en todo el territorio de la Nación, quedando sujetas a expropiación por parte de Obras Sanitarias.
Si las provincias y municipios lo solicitaban, el ente –con autorización del PEN- podía tomar a su cargo las obras o instalaciones del servicio de agua corriente y desagües cloacales de propiedad pública o privada. En este último caso, abonaría por los mismos su valor físico de utilización toda vez que este fuese inferior al costo de origen de los bienes afectados a la explotación.
En los territorios nacionales existentes hasta ese entonces, luego provincializados por el mismo presidente Perón, toda fundación de nuevas poblaciones quedaba supeditada al dictamen favorable de Obras Sanitarias, basándose en el adecuado aprovisionamiento de agua potable.
Los especialistas aseveran que esta verdadera política de Estado permitió que la Argentina fuera pionera del desarrollo sanitario en toda América Latina, superada solo por EE. UU.
Con el golpe de 1.955 y el proceso incipiente de destrucción del Estado de Bienestar operado por determinación de los centros de poder mundial, se abortaron las políticas públicas tendientes a garantizar el derecho de acceso popular a los servicios públicos y la eficiencia en la prestación estatal.
Las inversiones fueron abandonadas, paralizándose el mantenimiento preventivo y la ampliación de obras, así como la reparación de equipos e instalaciones.
Los procedimientos de gestión operativa se fueron apartando de los cánones de eficiencia previstos en la ley, y se produjo una retracción paulatina del Estado que condujo a la crisis del sistema.
Una línea ideológica ultra liberal y privatista, afín a la extranjerización y dependencia de la economía nacional, promovió a sus cuadros en la función pública para que la devastaran y vaciaran al Estado, quebrándolo y consolidando la idea de su inoperancia, so pretexto de implementar el siniestro modelo privatista. La tarea demandó décadas, y finalmente se impuso con las secuelas negativas que todos conocemos.
En 1.973, la Ley 20.324 operó la transformación jurídica de Obras Sanitarias en una empresa estatal con el carácter de persona jurídica de derecho público.
En 1.980, la dictadura militar implementó una medida nefasta con la excusa de un desvirtuado federalismo conceptual que haría escuela y sentaría precedente argumental entre los teóricos del derecho y propulsores del proceso privatizador: la provincialización y/o municipalización de los servicios públicos.
Esto llevó a la conformación de 161 sistemas distintos de gestión con regimenes diferentes, un verdadero despropósito que se anticipaba a lo que sucedería en materia educativa y de salud durante las décadas posteriores de la desregulación.
El desmantelamiento de Obras Sanitarias, conjuntamente con el abandono de las políticas públicas y el rol activo del Estado, incubó la modalidad de transferencia de competencias en materia de salud pública, educación y servicios públicos por parte de los gestores “privatistas” que asaltaron la administración pública y promovieron desde adentro su destrucción e ineficiencia.
La creciente inflación y trasnacionalización de la economía, el fuerte endeudamiento externo, el crecimiento demográfico y la no incorporación de usuarios al sistema, completaron un cuadro que condujo al colapso del modelo.
En 1.989 se sancionan las leyes 23.696 y 23.697 para la Reforma del Estado, declarándose la emergencia económica y administrativa del Estado Nacional y de la prestación de los servicios públicos, la intervención de los entes y empresas pública, y la privatización y liquidación de estos.
En 1.990 se dictó el Decreto 2.074/90, disponiéndose la concesión de los servicios de distribución y comercialización, completado por el Decreto 1.443/91 que adecuó el Cronograma Básico de la Distribución y Comercialización de los Servicios de Provisión de Agua Potable y desagües cloacales.
En 1.991 se creó la Comisión Técnica de Privatización de Obras Sanitarias de la Nación con la finalidad de proceder a la privatización total del ente, elaborando los pliegos de condiciones y llamando a licitación pública internacional.
El 18 de Abril de 1.993 se concesionó a la empresa multinacional “AGUAS ARGENTINAS S. A.”, por un plazo de 30 años, la prestación del servicio en la Capital Federal y la zona metropolitana. El Estado Nacional se hizo cargo, antes de la transferencia, de todo el pasivo de Obras Sanitarias, que fue finalmente disuelta y liquidada.
En el resto del país, se dio un proceso similar, privatizándose la prestación del servicio y adjudicándoselos a empresas multinacionales o cooperativas constituidas en las pequeñas localidades del interior.
La primera concesión al sector privado fue hecha en la Provincia de Corrientes en el año 1.991, a la empresa “Aguas de Corrientes S. A.” Otros estados provinciales mantuvieron bajo gestión pública el servicio transferido en 1.980 por la Nación.
La provincia del Chaco, cuya población se opuso al programa privatizador, fue castigada sistemáticamente con restricciones severas en el acceso al crédito para obras públicas y de saneamiento.
Los resultados de este proceso fueron inicialmente promisorios, ya que se logró incrementar el número de usuarios notablemente, pero sin una política seria de inversiones en infraestructura. La provisión de agua corriente mejoró en estos términos, pero no así la de desagües cloacales. Considerando el impacto del crecimiento demográfico, los indicadores son absolutamente negativos por ser inferiores a los parámetros ideales que formula la Organización Mundial de la Salud.
Todos los especialistas coinciden en atribuir al sector privado que se hizo cargo de las concesiones una gestión pésima y deficiente, tanto en las provincias como en el área metropolitana.
Aguas Argentinas S. A., por ejemplo, minimizó la inversión expansiva y se focalizó en incorporar usuarios de manera precaria, priorizando el aumento de las tarifas en un contexto de estabilidad de precios, y desestimando la instalación de redes cloacales. Este mal manejo condujo a que el agua freática en la zona del conurbano –que a principios de los 90 se ubicaba a 15 y 20 metros de profundidad-, ascendiera rápidamente hasta alcanzar el nivel del suelo, producto del cambio de fuente de aprovisionamiento del agua potable.
La toma del Acuífero Puelche y otros pozos fue sustituida por la del Río de la Plata, por resultar más accesible en términos de costos e infraestructura, con el consiguiente efecto nocivo de verter los efluentes en pozos absorbentes que superan en 9 veces la tolerancia de infiltración natural producto de la lluvia.
Si a esto le sumamos que el área concesionada era una de las mayores del mundo en cuanto a prestación privada del servicio y que los esquemas jurídicos de regulación y contralor eran notablemente precarios, casi a medida de los intereses comerciales de los concesionarios y sin transparencia, vemos cómo el Estado fue desentendiéndose de su rol tutelar y de garante del derecho humano al acceso a los servicios sanitarios y de agua potable para convertirse en garante de la rentabilidad empresarial privada.
Los mecanismos de participación ciudadana en la toma de decisiones y control de la prestación se restringieron a su mínima expresión y la expansión cualitativa del servicio no se llevó a cabo en los sectores más vulnerables de la población, sino en aquellos que eran potencialmente rentables con mínima inversión.
La casi totalidad de las metas previstas en los contratos de concesión fueron incumplidas y permanentemente renegociadas por las empresas, en el afán de perseguir la más alta tasa de ganancia posible al menor costo.
La vulnerabilidad e insustentabilidad de este esquema produjo conflictos sociales que derivaron en rescisiones anticipadas de las concesiones, tales como en los casos de “Aguas del Aconquija S. A.”, controlada por el grupo francés “Vivendi” en Tucumán; la de “Azurix S. A.”, de la norteamericana ENRON, en la provincia de Buenos Aires; o el de “Aguas del Valle S. A.” en Catamarca; vinculadas a la mala calidad del servicio y ausencia de medidas adecuadas en la infraestructura, tecnología y producción de agua potable, con el impacto ambiental como problemática creciente.
El Estado en sus distintos niveles (nacional, provincial, municipal) abandonó su rol de tal y se ocupó de garantizar al sector privado la cartelización de la prestación del servicio y un mercado cautivo con usuarios desprovistos de derechos y tutela efectiva.
Los entes reguladores incumplieron las pocas funciones de tutela y regulación establecidas, y sus funcionarios eran designados por el poder político de turno para favorecer al capital privado en desmedro de los derechos e intereses del ciudadano común.
Otro punto negativo fue el bloqueo sistemático a la intervención de las asociaciones de usuarios y consumidores, así como la neutralización y desatención de los reclamos por prestación deficiente del servicio.
La descarga del costo de las inversiones en las tarifas que abonaban los usuarios llevó a provocar incrementos de hasta el 106%, como en el caso de la concesionaria de Tucumán.
Durante el período de concesión privada –cuyos contratos impedían expresamente el aumento de tarifas-, éstas subieron el 88% en un contexto de estabilidad monetaria, mientras que el índice de precios minoristas fue del 7%.
La excusa de las inversiones y la recomposición de la ecuación económico-financiera que motivaba las renegociaciones permanentes de las concesiones se daba de bruces con la evaluación de los indicadores en la realidad: subejecuciones presupuestarias, obras inconclusas e incumplimientos de las metas y obligaciones del Plan de Mejoras y Expansión del Servicio (PMES).
En el área concesionada de Aguas Argentinas S. A. la cobertura del servicio de agua potable prevista en el contrato era del 88% de la población, y para servicios de cloacas se estipulaba una cobertura del 74%. En ambos casos, solo se llegó al 79% y 63%, respectivamente, quedando entre 800.000 y 1.000.000 de habitantes al margen de los mismos.
Entre 1.993 y 2.001 Aguas Argentinas obtuvo una rentabilidad promedio del 13% sobre facturación, que trepó al 20% por considerar la relación utilidades/patrimonio neto. En el resto del mundo, y tomando a EE. UU. y la Comunidad Europea como parámetros, la tasa de rentabilidad no supera el 6% en el mejor de los casos.
Frente al panorama extremadamente crítico, en 2.006 el gobierno nacional rescinde el contrato de concesión con la empresa “Aguas Argentinas S. A.” y asume la prestación del servicio en el área metropolitana bajo la forma jurídica de Sociedad Anónima, con el 90% de la titularidad de las acciones en manos del Estado Nacional y el 10% restante en manos de los ex trabajadores de Obras Sanitarias de la Nación bajo el Programa de Propiedad Participada de la ex concesionaria “Aguas Argentinas S. A.”
El Decreto 373/2.006 determinó que el porcentaje a cargo del Estado Nacional era intransferible y no podía ser disminuido bajo ninguna forma. Las sucesivas leyes 26.100 y 26.221 completaron el nuevo esquema de prestación y la regulación del servicio.
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