domingo, 18 de febrero de 2018

Cómo escribimos la historia (Carlos H. Güttner)

Cuando publiqué "Las Banderas de Corrientes en la historia" utilicé un epígrafe que, a mi criterio, sintetizaba el contraste entre la rica historia provincial y la escasa producción historiográfica de sus autores.
Lo tomé de un connotado historiador como Wenceslao Néstor Domínguez, que se atrevió a escribir la verdad sobre el proceso artiguista en la provincia de Corrientes, y decía así:
“La investigación de la historia correntina tiene aún extenso campo virgen y nuestro propósito es demostrar cómo se pueden conseguir aclarar totalmente múltiples acontecimientos históricos que honran a las generaciones de tan soberbio pueblo y que por inconfesables razones habían quedado hasta ahora omitidos o retorcidos por los historiadores.” (Wenceslao N. Domínguez, 1.973. Prólogo a su obra “El artiguismo en Corrientes”.)
La pertenencia de muchos historiadores de la provincia a los selectos grupos de abolengo fue determinante en la forma de escribir las crónicas del pasado. Condicionados por la ideología y los intereses políticos y económicos de su clase, demonizaron a grandes figuras u omitieron la referencia a procesos relevantes de la historia local.
Mi coincidencia con la perspectiva de Domínguez no fué la única. Hace poco, leyendo una obra de Dardo Ramírez Braschi (“La guerra de la Triple Alianza a través de los periódicos correntinos”), me sorprendió gratamente la misiva que el historiador Raúl de Labougle cursara en 1.970 a un bisnieto del gobernador federal de Corrientes en vísperas de la contienda, el federal urquicista Evaristo López. En ella decía:
“Afirmé que la historia de Corrientes no se ha escrito todavía, sino también que sobre ella se habían publicado ensayos superficiales en los que la pasión política del momento movía la pluma de sus autores. Agregué que esa manera de defender la verdad contribuía a fomentar la corrupción del presente. Me satisface que usted comparta mis opiniones generosamente. No señalé las falsificaciones y chabacanerías de Mantilla, los mamarrachos escritos de Figuerero, las cursilerías de Bonastre y la falta de originalidad de las producciones de Hernán Gómez.”
Sobre la memoria del gobernador Evaristo López expresaba:
“Desarrolló una acción progresista, honesta y eficaz durante su gobierno. No era un paisano ignorante, como lo calificaron caprichosamente Mantilla y sus seguidores, sino un cumplido caballero, inteligente, culto, patriota que siempre fue fiel a sus convicciones (…) Es preciso acabar con las patrañas liberales, que todavía corren como si fueran de buena ley. Es indudable hacerlo.”
Cuánta verdad, cuánta honestidad intelectual y coraje cívico de intelectual comprometido encierran estas admoniciones.
Concluyo por estos días las arduas lecturas de obras poco difundidas sobre figuras nacionales de la guerra civil española, adverando la falacia conceptual y el deliberado propósito de falsificar la historia con que se han lanzado los políticos, juristas y académicos del progresismo y el liberalismo hispánico, herederos del bando republicano en esa conflagración.
Por lo visto, la artimaña de menoscabar hechos y manipular a conveniencia política la verdad de lo acontecido es un fenómeno habitual en los escribas del liberalismo y sus cofrades socialistas y marxistas.
En la Argentina padecemos la censura del totalitarismo académico desde hace casi dos siglos, esa misma que Arturo Jauretche tildaba de “mitro-marxismo” en alusión a Bartolomé Mitre, padre de la falsificación, y sus continuadores marxistas.
La nefasta circunstancia que se reproduce con singular deshonestidad en otras latitudes de la vasta provincianía es, sin atisbo de dudas, un indicio de la corrupción moral de nuestros intelectuales.
Alguna vez dijo -con evidente sorna-, el célebre y controvertido Winston Churchill:
“La historia la escriben los ganadores. Y los historiadores, supongo.”
Su honestidad brutal para revelar el paradigma indecente de la historia oficial nos impone el deber del revisionismo, eludiendo la mentira y comprometiéndonos a indagar el pasado hasta hallar la verdad, aún a costa de la ideología que profesamos.
Así lo expresé en el colofón de mi obra, precedentemente mencionada, resaltando que mi compromiso de autor radica en buscar la verdad o aproximarme a ella lo más posible a fin de hallar una crónica veraz de los hechos del pasado. Jamás sacrificaría la verdad en la hoguera de mis pasiones políticas.
Que el Supremo Hacedor me ayude a honrar esta premisa cada vez que mi pluma escriba las líneas reveladas de los infatigables desvelos que alientan mi pasión por la historia.
Cuando arranquemos la mentira de su pedestal el porvenir será un atajo promisorio hacia la fraternal convivencia en una Nación justa, libre y soberana.-

¿Democracia? (Carlos H. Güttner)

La democracia es un sistema más de gobierno, ni peor ni mejor que cualquier otro.
Con frecuencia se hace creer a las masas que la democracia es el gobierno del pueblo, pero luego se advierte sobre el riesgo del populismo, como si el populismo no fuera la perfecta expresión de una democracia al ser un gobierno que contempla el interés del pueblo.
La democracia es una ficción basada en la forma representativa de gobierno con que las élites desvirtúan la presunta esencia del sistema y lo convierten en una oligarquía.
Si la democracia no es popular, no es democracia.
Si la democracia no es populista, es elitista.
Y donde hay elitismo hay oligarquía.
En todas las democracias el rasgo distintivo es la “representación” de la ciudadanía en el ejercicio de los poderes del Estado, otra ficción que se da de bruces contra la realidad.
Porque pocos o casi nadie “representan” al ciudadano tanto como a los intereses de su clase o de su ambición personal, especialmente en las democracias que no son populistas.
Nuestras democracias no son representativas del interés popular.
No hay en ellas “representación” sino “sustitución” del interés popular por los supremos intereses de las élites o grupos consolidados de poder político y económico.
La “representación” sólo existe en las postulaciones y dura hasta la jura en la asunción de los cargos públicos. Muy pocos cumplen con el mandato de representar a sus electores.
Se trata, pues, de un régimen de democracia de sustitución, no de representación.
Cuando alguien se atreva a dar una discusión seria sobre este asunto se concebirá el atajo para sanear el sistema y acabar con las mentiras que nos enseñan los medios de comunicación y las universidades.
Mientras tantos, reflexionemos juntos y no dejemos que nos embauquen.-